Desaparición forzada, número 20,Escribir para transformar

Tierra salada

Por Juan David Salas Camargo

En un pequeño pueblo, un pequeño día, de sol y luna, sus habitantes andaban tranquilos como siempre. Vivían alejados del resto del mundo, en un pueblo tan pequeño, tan insignificante, que nunca había recibido noticias, ni visita de algún político nacional. Era apenas conocido por los camioneros que día tras día pasaban a su lado, deteniéndose a descansar, soñando para olvidar, las arenosas carreteras de aquellos lejanos parajes, en verdad era una tierra muy lejana, su historia comenzó hace 100 años, cuando por fin fue colonizada, antes no había nadie allí, simplemente por su lejanía. Los pocos pueblos que existían en esa zona, olvidaban que hacían parte de un Estado, sólo sentían los días, en que llegaban en caminos, algunos soldados para pedirle a los jóvenes, que ayudaran a defender las ciudades de las guerrillas liberales. Eran 5 camiones cargados cada uno con 10 soldados de plomo, que bajaban en el parque de aquel pueblo, luego las campanas, luego la misa. El cura, el parque, los sueños, los soldados, la nación, la guerra, los niños, una madre gritando, no se los lleven, y 50 fusiles deteniéndola, apuntándole, gritándole, disparándole. El pueblo volvía a quedar en silencio, los 5 camiones se iban, se iban con los gritos y llantos de otros tantos niños, otros tantos sueños, tantas manos, perdidas en la guerra.

Una madre lloraba en la ventana de su casa, viendo a esos camiones partir, levantando un polvero en la loma, lloraba mientras los veía, cada vez más pequeños, hasta que en una curva se desaparecieron, luego todo quedó en silencio, la madre seguía llorando en aquella ventana. Después de quitarse el llanto, de quedarse en silencio y limpiarse las lágrimas se dijo a sí misma, la vida es así y qué se le va a hacer. Mientras tanto, los cinco camiones, llenos de lágrimas, llenos de injusticia y esclavitud, andaban con mucha velocidad por aquellas regiones, daban fuertes giros, subían por aquellas lomas, veían con ojos opacos, los bellos paisajes que se dejaban atrás. Cada vez la tierra se hacía más plana, el polvo dejaba de marcar los caminos, parecía que todo había cambiado, menos los llantos. Los niños seguían acongojados, aferrados a las tablas de aquellos camiones, observando todo lo que los rodeaba, en un momento la velocidad disminuyó, los soldados se agacharon, golpearon a un niño que seguía llorando, así todos, poco a poco quedaron en silencio, mientras entraban en un nuevo pueblo, esta vez, las casas o sus ruinas, formaban una estera de humo, que llegaba hasta lo alto y se confundía con las nubes, era un triste panorama de cenizas y sangre.

En el parque yacían en el suelo 43 bultos acostados en línea, algunos con una sábana encima, otros estaban a la intemperie, olía a azufre, y el cielo estaba despejado, olía a mortecino, y los niños ya no gritaban, ahora el miedo los hacia callar, no creían aquello que veían, los caminos tan lentos, los sueños tan lejos, se quedaron en aquel pequeño pueblo del que los habían sacado, ahora no había sueños, no había pensamientos, era un calor que lo cubría todo, un olor que lo calmaba todo, la muerte se había llevado las ganas de vivir de aquellos cinco camiones, ya se alejaban del parque, pero el pueblo no se acababa, seguían andando por entre las ruinas, y de repente un grito, un “viva el partido liberal”, una bala, luego el humo, el sonido de las cientos de balas, que caían sobre aquellos cuerpos de plomo.

Los 50 soldados, alcanzaron a reaccionar, se bajaron de los camiones como pudieron, empezaron a disparar, cuando creían que el enemigo estaba enfrente les disparaban de atrás, estaban rodeados, la venganza de Caín, encontró sus víctimas, en sus victimarios, aquellos que le arrebataron el sueño a los esclavos-reclutas que habían conseguido, ahora estaban muertos en el piso, su sangre, y el calor, hacían que el piso brillara, el olor atrajo a los chulos, el cielo claro, el suelo rojo, los cuerpos en el piso, y en los camiones algunas víctimas, los verdaderos trofeos.

El grupo de guerrilleros se acercó a los camiones a revisar si había supervivientes, no eran muchos pero había, por lo menos unos 20 niños con vida, estaban tristes, lloraban, gritaban, peleaban, algunos se dejaban llevar, los soldados de la guerrilla terminaban su trabajo con los soldados y amarraban a los niños los unos a los otros, les dijeron que ahora hacían parte de la evolución que ahora, ayudarían a las tropas que querían darle alimento y seguridad al pueblo, así comenzó una nueva travesía.

Ahora, por aquellos extraños parajes de calor y polvo, anduvieron por varias horas en un camino que parecía interminable, al fin se detuvieron, cuando la luz del sol dejo de acompañarlos y en la oscuridad caminar se hacía muy peligroso, habían pasado durante horas en la carretera reteniendo a los vehículos que tenían la mala suerte de pasar ese día por aquel lugar. A los que iban en los vehículos los requisaban y les pedían un aporte, luego los dejaban ir, a los que no paraban les disparaban, era algo sin sentido, un juego, que tenía como objetivo pasar el día, la vida era una completa locura. Antes de terminar el día empezaron a entrar al desierto.

Al fondo había unas montañas, hacia allá iban los sueños, a lo lejos parecían una línea de perros, de lobos, en manada buscando una presa, buscando una víctima para sus mortales balas, para sus mortales estrategias, mientras más cercan estaban a las montañas, menos luz había, ese era un día sin luna, era un día, sin luz, durmieron en la completa oscuridad, en medio de un potrero muy cerca de la montaña, mientras se asentaban un rio sonaba al fondo, un poco de cordura, un poco de naturaleza, de orden en aquel valle de lágrimas, era aquel río, aquel actor en la guerra que había visto y escuchando tantos gritos, tanto plomo, sobre el habían botado muchas víctimas.

Esa noche el río hablaba y los guerrilleros escuchaban, nadie más dijo palabra alguna, los niños estaban reunidos y dormían en la intemperie, formando una mole amorfa de pequeños cuerpos que temblaban de miedo, una masa deforme que olía a orines y tierra, el más pequeño tenía 6 años, era Martín, dormía en medio de todos sus compañeros, en las piernas de su hermano, tenía 12, él no podía dormir, él recordaba, recordaba a su madre, su cama, pensaba en que estaría haciendo en ese momento, pensaba en sus vecinas, en la niña que tanto le gustaba y que ese día había visto en el parque, por última vez, a eso se aferraba, era la esperanza de la vida, quería volver a su hogar, quería a su hermano a su madre a aquella niña que había visto en el parque hace mucho y esa mañana había tomado la decisión de hablarse, nunca había estado tan feliz, nunca y luego los saldados, la iglesia, la campana, el cura, las risas, la muerte, el plomo, el camión, el Estado, las balas, la guerrilla, el río, el recuerdo, su hermano Martín en su regazo, era una vida triste.

Él era Thomas, y lloraba por Martin, tenía miedo, y tenía todo el sentido de mundo, pues en aquellos lugares, era lo único que les estaba permitido sentir, miedo y esperanzas, no había pensamientos más fuertes, no había sensaciones más reales. Pero nadie lo sabía, o nadie creía saberlo, al parecer, esa mole de niños deforme estaba sola en un hueco sin espacio, sus verdugos habían muerto y ahora los que los llevaban cautivos, les prometían ropa, sueños, volver a su hogar, les prometían venganza a aquellos que los habían capturado, esa noche con el sonido del río, uno de los verdugos los saludó, les pidió sus nombres, les pidió que se presentaran, no los trató mal, no tanto como aquellos soldados, les dijo que eran la representación de la libertad, que eran la guerrilla de Julio Vargas, y que él era julio Vargas y que su cabeza valía lo que valía vivir sin trabajar cuatro vidas juntas. Les dijo, que hace años, él vivía en aquel pueblo donde los capturó, pero que un día se cansó, se cansó de la explotación, de ver al alcalde, tan gordo, tan cínico tan amable, tan mediocre, sentado en la silla principal de un evento, por eso le disparó en medio del pueblo, por eso él y sus amigos, 19 jóvenes descargaron ráfagas de plomo sobre el estrado aquel día.

Ahí murió el terrateniente dueño del pueblo y de sus habitantes, murió con el alcalde y su esposa, cayó sobre el público el cuerpo del cerdo baleado que era el alcalde, sus verdugos desde ese día tuvieron que irse del pueblo, sólo para volver un mes después y encontrarse con que el lugar había sido saqueado, presuntamente nadie sabía quién fue, nadie en la prensa hablaba de aquello, el pueblo había pasado en la historia como el polvo, fue y ahora era ceniza, nunca tuvo voz, nunca tuvo voto, ahora yacía hecho polvo con sus habitantes, el pueblo ahora estaba en el aire, y acompañaba a Julio Vargas y a sus 19 compañeros de armas, eso dijo él y todos sus camaradas aplaudieron. Luego les dijeron a los chinos que no se preocuparan que la noche era corta y que al siguiente día les enseñarían a comportarse como hombres, en la guerra nadie tenía derecho a ser niño.

Ya tienes 6 años, toma esta Smith & Wesson Modelo 3, ya tienes 12 años, tú te mereces algo mucho mejor, y así uno por uno los niños se convirtieron en máquinas, y así convivieron con aquella guerrilla. Los niños lloraban siempre por las noches y callaban de día, algún día Thomas le preguntó a Julio, cuándo volveremos a casa, y Julio le prometió a todos los jóvenes que iban a volver a casa, convertidos en hombres, convertidos en seres capaces de defender a su pueblo de los bandidos de los camiones, y los siguiente días les enseñaron a disparar, a comer vacas de las haciendas, a dispararle a los carros en los caminos, a reírse de los soldados que con lágrimas saladas en el rostro les pedían clemencia. En esos momentos, los jóvenes eran los más crueles, mientras veían aquella alma, se acordaban de su tormento en el pueblo, no dudaban en vengar el alma de su pueblo, el alma de niños que les fue arrebatada.

Los meses pasaron, los años, las vidas, los olvidos, el humo de las balas, el humo de las casas, la guerra, la guerra no pasó, la guerra no pasa, el hambre sigue, ya no hay pueblos que destruir y ahora, los jóvenes mueren convertidos en máquinas de matar, su pueblo nunca fue un punto de retorno, sólo la muerte marcó la vida de aquellos jóvenes, terminaron en verdugos, acabaron con todo, destrozaron a sus enemigos, pero tenían que cuidar sus territorios de ellos, y empezaron a saquear, empezaron a comprar camiones un día entraron en un pueblo, eran un grupo de 50, se habían repartido en 5 camiones, cada camión tenía a 10 soldados, en el parque se bajaron y fueron hacia la Iglesia, era hora de misa y ahí estaban todos, en ese día soleado y tranquilo, los 50 soldados rodearon la iglesia y gritaron bueno, necesitamos defender la región de los que vienen de afuera, todos los niños acá o a la tumba con sus madres, repórtense. Poco a poco los niños bajaron, eran de distintos tamaños colores, distintos tamaños todos olían a orines y dulce, todos lloraban lágrimas de sal, sus verdugos los subían a los camiones y se los llevaban dejando atrás una región con tristezas y llanto, la tierra cada día fue más y más salada, un día dejó de producir la guerra, el secuestro no tuvo más sentido, nunca lo tuvo, siempre se trató de destruir, pero el final era inevitable, todo se terminó, todo se acabó, era el fin.

Tierra salada-Héctor Mateo
Tierra salada-Héctor Mateo

También puede gustarte...

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.